martes, 23 de julio de 2002

El Salvador, julio 2002


La atracción de este viaje hacia Centro América empezó a despertar tan solo tres meses antes de partir. EL Salvador no es ni por casualidad destino turístico por excelencia, digamos que no reúne las condiciones que todo el mundo demanda a la hora de ir a pasar unas vacaciones. Pero dentro de mi cabeza no guardaba la idea preconcebida de unas vacaciones al uso, sino de un viaje . O mejor dicho, de hacer camino, como diría Antonio Machado. Si era idóneo, o no el lugar elegido, era algo secundario. Aunque los amigos y la familia no entendieron muy bien que había perdido yo allí. Con la mochila llena, tres vacunas y un pasaporte en regla, comenzó la aventura.


Después de las casi once horas de vuelo que tardamos en cruzar el Atlántico, llegué a El Salvador. El caos del tráfico desde el aeropuerto hasta la capital, San Salvador, me dio la bienvenida y también el primer aviso. Entre los coches, en una de las avenidas principales me encontré por vez primera con Manuel. Este primer encuentro, inesperado y turbador, volvería a repetirse.

El Salvador es un país de color verde intenso, pero su coincidencia con el color de la esperanza, es sólo eso, coincidencia. En este país de gente servicial hasta el extremo, el setenta por cien de la población vive entre la pobreza y la miseria. Me contaban que sólo un hombre es el propietario del 13 % del territorio nacional. Al otro lado, los más pobres. Todo esto dentro de un país pequeñito, más o menos como la provincia de Cuenca, pero con tres millones de habitantes. La densidad de población más alta de toda América.

La capital, San Salvador, me mostró en un largo paseo por la avenida Juan Pablo II, la cruda realidad. Este eje viario cruza de lado a lado la ciudad. Comienza en la Comunidad Iberia, donde viven más de seis mil personas que sólo conocen la dieta de maíz y frijoles, y a veces no todo los días. Al otro lado, El Escalón, el barrio alto de la capital, con chalets fortificados con vallas eléctricas. Tuve la ocasión de conocer a gente de uno y de otro lado. En la comunidad Iberia el padre Pepe, abandonó la comodidad de España para estar con los más pobres. Estoy segura que Victor o Rafica, o los padres de Andrea, son hoy personas ejemplares gracias a su ayuda. De ellos me queda el recuerdo y el honor de ser la madrina de bautizo de Andrea. Y de las más que humildes casitas de la Comunidad Iberia a los chalets de El Escalón. Allí comprobé la atracción que ejercen los Estados Unidos de América sobre la gente joven que acaba la universidad, no lo piensan dos veces, se van a trabajar fuera. No ven futuro en su propio país.

Pero lo peor todavía estaba por ver, y llegó pocos días después cuando me acerqué por casualidad al vertedero de la capital, en Nejapa. Los zopilotes, como aquí conocen a los buitres, luchaban cuerpo a cuerpo con la gente por la basura que caía de los camiones. Es el gran supermercado de la basura, o tal vez como sobrevivir del reciclaje del desecho. Incluso controlaban que camiones llegaban con los desperdicios de la zona de los restaurantes. Cerca de esta zona había un bar que frecuentan los trabajadores europeos que trabajan en algunas de las empresas extranjeras que hay en la capital. Alguna noche fuimos a cenar allí. Al volver a casa, siempre llevábamos algo de comida para Manuel. Día tras día siempre nos lo encontrábamos en el mismo semáforo pidiendo un trozo de pan cuando la cordura se lo permitía. Manuel es un chico de la calle, con la nariz pegada a un sucio envase de pegamento.

Es la cara amarga de un país que ofrece un paisaje de envidia. Acostumbrado ya al despertar violento de las fuerzas de la naturaleza, ya sean erupciones volcánicas, terremotos o huracanes, El Salvador muestra también el lado amable de esta naturaleza. Recorrer el país es ir hilvanando un paisaje de bosques, manglares, volcanes y playas. El Pacífico baña el Salvador y parece ser que lo hace sin que nadie se haya dado cuenta. Es una mar abierta, cálida e infinita. Miras hacia Levante o Poniente y eres incapaz de encontrar el final de estas playas. No son aguas trasparentes donde ver peces de colores como en el Caribe, pero las olas aseguran la diversión hasta el agotamiento. El agua te arrastra juguetona y la marea crece y mengua dibujando en cada momento una playa diferente. Los kilómetros de playa que me encontré al paso estaban desiertos, no hay turistas. Cuando en Europa ya hace décadas hubieran construido una macro Ibiza sobre esta arena volcánica. Solo los pobladores de estas tierras parece saber donde están. Ojalá que pasen así muchos años.

Sin dejar la costa llegamos al puerto de la Libertad. Aquí es obligado comer pescado, sobretodo el Bocacolorada. Ese día venia con nosotros Rafica, y tuvo un detalle que recordaré siempre. Para ellos es excepcional comer pescado, no se lo pueden permitir. Evidentemente lo invitamos y tuvo el increíble gesto de guardar la mitad para llevárselo a su mujer. Son gente de un corazón enorme.



El Bocacolorada también lo encontré en la Tiendota, el mercado que abastece a la capital. Es increíble sumergirse por esos callejones y descubrir la variedad y la riqueza de la agricultura salvadoreña. Maney, papaya, zapote, nance, guineo…La lista es tan larga como sabores y olores hay. Pero sin duda, aquí el rey es el coco. Abierto con un par de golpes de “cuervo” esta fruta ofrece casi un litro de agua dulce en su interior. Es el líquido obligado de beber si uno no quiere deshidratarse paseando una mañana por cualquier rincón de este país. Un paraíso que me regaló un pequeño seísmo, un terremoto de 4 grados que me hizo concebir una ligera idea de lo que ocurrió aquí en las colinas de Santa Techa en el 2001, donde murieron más de mil cuatrocientas personas.

Parece que en América Central las cosas nunca pintan bien. A los terremotos hay que añadir la incapacidad de sus gobiernos, la corrupción y las guerrillas. Muchos son los detalles, las imágenes y las personas que en este viaje me enseñaron el mal que hacen las guerrillas en la vida cotidiana de muchas familias. Muertos y más muertos que no han hecho nada más que nutrir la lista de la desesperanza. Las maras, como se conocen aquí a las bandas armadas de jóvenes violentos, han dejado un trágico historial escrito en muros , en vallas…parece ser que no quieren que se olvide. He visto en esas paredes la firma de la Mara 16, una de las más conocidas. Es la marca de la sangre. El lugar donde han vuelto a matar. Espero que Manuel no acabe en una de ellas.

Pero esta no es la imagen que me llevo de El Salvador. Desde el primer día este país me sorprendió por cada paisaje que ví y por cada persona que conocí. Gente como Rafica, Victor, Fernando, Pepe, o los padres de Andrea y Kevin. Todos ellos me han abierto los ojos a un país fantástico.

Un país que ellos construyen paso a paso, y día a día. Su fuerza de voluntad tal vez proviene de las esperanzas y la fe que tienen en Dios. Lo comprobé en los mensajes publicitarios que encuentras en las vallas de las carreteras, y en la parte trasera de los coches y camiones. La iglesia gana aquí la partida a los tradicionales eslóganes comerciales. Pocos sitios en el mundo habrá, donde Dios gane por goleada a la Coca-Cola.



( las fotos no son las mias, cuando las tenga digitalizadas colgaré algunas)